Nuestras almas son perfectas. Somos hijos de Dios, y todo lo que nuestra alma nos obliga a hacer es por nuestro bien.
Por esta razón, la salud es el reconocimiento más cierto de lo que somos. Nosotros somos perfectos, somos los hijos de Dios. No tenemos que aspirar a lo que ya hemos alcanzado. Estamos en este mundo únicamente para manifestar la perfección en su forma material con la que estamos bendecidos desde el comienzo de los tiempos. Salud significa obedecer las órdenes de nuestra alma, ser confiados como un niño pequeño, mantener el intelecto a raya con sus argumentos lógicos (el árbol de la sabiduría de lo bueno y de lo malo), con sus pros y sus contras, con sus miedos preconcebidos. Salud significa ignorar lo convencional, las imaginaciones banales, así como las órdenes de otras personas con el fin de que podamos ir por la vida inalterados, indemnes y libres para poder así servir a nuestros semejantes.
Podemos medir nuestra salud según nuestra felicidad, y nuestra felicidad refleja la obediencia a nuestra alma. No es necesario ser un monje o una monja, o aislarse del mundo. El mundo está ahí precisamente para que lo disfrutemos y para que le sirvamos. Y sólo sirviéndole motivados por el amor y la felicidad, podremos ser útiles de verdad y dar lo mejor de nosotros. Cuando se hace algo por obligación, quizás hasta con un sentimiento de enojo o de impaciencia, el trabajo realizado no vale nada, siendo el despilfarro de un tiempo muy valioso que podríamos dedicar a uno de nuestros semejantes que realmente necesitase nuestra ayuda.
No es necesario analizar la verdad, ni justificarla o hablar demasiado sobre ella. Se la reconoce a la velocidad de un rayo. La verdad es parte de nuestro carácter. Solamente necesitamos una gran fuerza de convicción para las cosas insustanciales y complicadas de la vida que han conducido al desarrollo del intelecto. Las cosas que cuentan son las cosas simples: son aquellas en cuyo caso decimos: "¿Por qué? Es verdad. Parece que siempre lo he sabido." Y así ocurre con la percepción de la felicidad que sentimos siempre que vivíamos en armonía con nuestro yo espiritual. Cuanto más estrecha es la relación, tanto mayor será la alegría. Piensen en lo radiante de felicidad que se encuentra una novia en la mañana del día de su boda, en el arrobamiento de una madre con su recién nacido y en el éxtasis de un artista en la culminación de su obra maestra. Ésos son los momentos en los que se extiende la unidad espiritual.
Imagínense por un momento lo maravillosa que sería la vida si todos pudiéramos vivir con esa alegría. Y eso es posible si no perdemos la obra de nuestra vida.
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