1.2. Inconsciente: proceso de formación
Recordemos una cuestión: Freud alcanzó la idea de un núcleo inconsciente en la mente de cada cual a través de su fogueo con la hipnosis, las resistencias y la asociación libre. De estas prácticas dedujo que lo que se quedaba en el inconsciente eran vivencias y emociones conflictivas que habían caído bajo el imperio de la represión. Es decir, en un principio, Freud pensaba que el inconsciente se constituía, se formaba, por efecto de la represión.
Pero que la represión consiga que haya vivencias y emociones que vayan a parar al inconsciente no explica del todo cómo se forma esta instancia psíquica. El problema de la formación del inconsciente ha generado largas discusiones que aquí no nos interesan. Quizá se deban a que resulta difícil concebirlo no como un lugar en la mente y verlo como lo que en realidad es, una función, asociada, eso sí, a unos determinados contenidos.
Desde este último punto de vista, la formación del inconsciente empieza en los primeros momentos de la vida. Desde que nacemos, y probablemente antes incluso, experimentamos una enorme cantidad de sensaciones, emociones y vivencias. Pero la cuestión es que nuestro sistema nervioso es tan inmaduro que nos resulta imposible fijarlas en la memoria. Una parte fundamental de nuestra vida, llena de impresiones, turbaciones, experiencias, frustraciones, alegrías, afectos, desencuentros, malestar y felicidad, no nos resultará jamás accesible. No podemos recordar, debido a la incompletud inaugural de nuestro sistema neurológico,5 cómo fuimos alimentados, sostenidos, limpiados, cuidados, queridos, odiados, escuchados, ignorados, hablados, arropados, ayudados, entendidos, satisfechos, frustrados... por nuestros padres.
Estas y muchas otras operaciones y peripecias se repitieron miles de veces a lo largo de nuestros primeros años de vida y, sin embargo, sólo sabemos de ellas aquello que nos han contado. ¿A dónde fueron a parar estas vivencias? No se perdieron, eso seguro. Pensar que se borraron equivaldría a restarles trascendencia, de tal modo que podríamos llegar a creer el absurdo de que no importa qué trato demos a los niños durante sus primeros años, ya que de todos modos no van a recordar nada. Sólo un zote puede pensar que estas primitivas estaciones de la vida no dejan huella. Su huella es lo que genera el inconsciente. Su rastro está en el inconsciente. «Lo inconsciente de la vida psíquica no es otra cosa que lo infantil», escribió Freud (1915).
1.3. Inconsciente: contenido
Cuando se habla del contenido del inconsciente, lo imaginamos desde un punto de vista tópico. Es decir, como una instancia, como si fuera un lugar en el que habitan unos determinados contenidos. Quedamos entonces en que en el inconsciente radican cosas diversas. Dos de éstas ya las conocemos: unas son las vivencias no recordables, pero fuertemente cargadas de afecto (ya que todo lo que les sucede a los niños suele ser muy impresionante para ellos) de la temprana infancia. Las otras son los contenidos reprimidos que provienen de experiencias demasiado intensas y que no se han podido elaborar. Aún hay más. No obstante, para seguir adelante necesitamos apelar a algunos conceptos que, aunque seguramente te sonarán, aún no hemos podido explicar. Ahora los mencionamos y más adelante los revisaremos.
Así pues, entre los otros contenidos que están en el inconsciente y/o son inconscientes deberíamos mencionar las pulsiones agresivas –Thanatos– y las de vida –Eros–, y buena parte de nuestra personalidad, o sea, aquello que se suele conocer como Ello, Yo y Superyó.
Otro aspecto que radica, en gran parte, en el inconsciente tiene que ver con lo que llaman objetos internos. En una definición simplificada diríamos que los objetos internos son la representación mental resultante de la interacción del sujeto con las figuras personales y los estímulos más representativos de su entorno. Así, podríamos decir que tenemos unos objetos internos que representan a nuestros padres, hermanos, familia, pero también otros que se vinculan con aspectos como la autoridad, la profesión, el propio cuerpo, etcétera. Para entendernos, vendrían a ser como la imagen mental que tenemos de partes muy importantes de la realidad externa. Como es lógico, los objetos internos no son idénticos a las figuras reales en las que se fundan; están deformados por las emociones y las fantasías. Así, una madre frustrante puede convertirse en una madre-bruja y un padre gruñón, en un padre-monstruo. Algunas de estas imágenes son conscientes y otras no, sobre todo aquellas que se formaron en la primera infancia. De ahí que en ocasiones estos objetos, que representan relaciones muy tempranas, se pongan de manifiesto en nuestra realidad cotidiana y, en un momento concreto, podamos tratar y sentir, sin ser conscientes de ello, a nuestra pareja como a la madre, al jefe como al padre y a los amigos como a los hermanos, por poner algunos ejemplos.
Básicamente, todo esto es lo que está en el inconsciente. Parece poca cosa y, sin embargo, es mucho. El psicoanálisis es, en este sentido, un tanto determinista, ya que considera que una parte muy importante de nuestra vida y de nuestro destino queda bajo dominio del contenido y el funcionamiento del inconsciente. De ahí la importancia de hacerlo cognoscible en la medida de lo posible, siguiendo la máxima socrática conócete a ti mismo. De ahí, también, que el estudio del inconsciente le proporcionara a Freud la clave para construir toda una teoría de la psique humana: sus fuentes motivacionales, las diferentes partes de la personalidad, las razones del comportamiento normal y del anormal, las explicaciones sobre la conducta de las masas, sobre la función del arte, la religión o las guerras, etcétera.
Lo dicho: el inconsciente es el punto central de la teoría psicoanalítica. Por eso Freud llegó a decir (1915) que la noción de inconsciente era uno de los tres grandes golpes que la ciencia había infligido al orgullo narcisista de la humanidad. El primero lo propinó Copérnico cuando demostró que la Tierra no era el centro del universo. Luego vino Darwin a decirnos que no éramos los reyes de la creación. Y, para acabarlo de arreglar, Freud nos comunica que no somos tan amos de nuestros actos, pensamientos o incluso sentimientos como solemos creer. Muy seguro debía de sentirse de sí mismo, y de su hallazgo, para colocarse a la altura de Copérnico y de Darwin, ¡nada menos!
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5Idea sostenida en la actualidad desde las más estrictas consideraciones de la neurociencia, como demuestran los trabajos del premio Nobel de medicina del año 2000 Eric Kandel, al que volveremos a mencionar en el capítulo VI.
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