Conocer es connatural al hombre. El hombre tiende por naturaleza a conocer. Al conocer una cosa en cierto modo nos posesionamos de ella, la hacemos nuestra, la saboreamos, sabemos lo que es y ya no tiene secretos para nosotros. Antes de conocerla, desde el momento que establecimos el primer contacto, nos intrigó de tal manera que pusimos en ejercicio toda nuestra capacidad de captación y no descansamos hasta que esa capacidad quedó colmada.
El conocimiento es un enriquecimiento, un posesionarnos de algo que antes no teníamos. Pero nuestra tendencia va más lejos, deseamos que esa posesión sea permanente, que eso que hemos adquirido no se pierda ya. Aunque la imagen de lo conocido quede impresa en nuestro cerebro, como la forma del sello en el barro o la cera, puede llegar a borrarse u olvidarse. Pero el hombre ha sido dotado de otra capacidad, también innata, que consiste en poder reproducirla dibujándola o plasmarla en alguna materia. De este modo se asegura su posesión, se retiene más fácilmente. Además, el hombre no es un ser aislado, tiene que convivir y relacionarse con otros hombres y ha sido capacitado para ello. Esta capacidad le permite intercambiar experiencias.
Trasladémonos con la imaginación al Paleolítico Superior, a la zona Franco-Cantábrica, concretamente a la caverna de Rouffignac mundialmente conocida por sus pinturas rupestres que abundan en representaciones de mamuts. Una tribu primitiva vive de la caza y se defiende del frío glacial guareciéndose en esa caverna natural. Uno de los más expertos cazadores de la tribu vuelve, como cada día, a su asentamiento de la caverna con las piezas cobradas para el sustento. Llega más excitado que de costumbre e intenta describir las características de un enorme animal que ha visto por primera vez. Los componentes de la tribu se apiñan a su alrededor y preguntan llenos de curiosidad. Las rugosidades de la roca destacan con el resplandor oscilante del fuego encendido para caldear el ambiente. ¡De pronto!, alguna de esas formas sugiere al cazador el contorno del nuevo animal y tomando un tizón del rescoldo de la hoguera, completa la silueta con algunos trazos: ¡Así es!, exclama. Una vez dibujado hay que designarlo de alguna manera y, entre todos, buscan el nombre más adecuado. Para ello pueden fijarse en alguna característica de su morfología que comparan con algo ya conocido, o bien en sus cualidades sobresalientes o incluso en algo relacionado con el medio en que se encuentra. Aunque un solo componente de la tribu ha visto el animal, todos saben ya que existe y pueden describirlo: su tamaño, su color, su trompa descomunal y sus enormes colmillos. Todavía no lo han visto, pero la narración y el dibujo del experto cazador merecen su confianza.
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