Que la razón repudie a quienes le son presentados como hijos suyos no es un episodio imposible ni infrecuente.55 La negación del reconocimiento vuelve entonces a tener forma de dilema: o se admite la impotencia de la razón que solo triunfa con la esquiva e inconstante colaboración de la fuerza, de modo que proclamar tal hecho como un triunfo es en realidad apoderarse del ajeno o se busca, quizá a la desesperada, una victoria futura que no solo instaure la justicia sino que sirva de resarcimiento a los fracasos pasados. La primera opción para quien no reconoce a la razón en sus obras es admitir la imposibilidad de reconocimiento con grados diversos de resignación, de cinismo, de indiferencia, de perversidad o de melancolía, o con mezclas variables de estas afecciones. Seguramente la experiencia de dicha falta de reconocimiento es un ingrediente necesario de la madurez humana y un cáliz amargo que nadie debería abstenerse de beber. La segunda opción, por su parte, llevará a una razón hiperactiva a la que no importen los fracasos sino solo su propia actividad (ya se sabe: fiat iustitia et pereat mundus), y que dará por bueno cualquier medio, puesto que todos son malos por igual. En esto consiste ese viejo e ilustre uso público de la razón a la que se llama Terror.
El más sobresaliente de entre los ejecutores del terror racionalista no será casi nunca un fanático envilecido capaz de cumplir con cualquier instrucción que se le imparta, sino más bien un alma cuidadosa y atenta y hasta moderadamente escéptica, convencida de la fragilidad de sus ideas, alguien que posee un amplio archivo de casos en los que la razón y sus secuelas no se parecen en nada, pero que de ningún modo consentiría en culpar a la primera de esa disonancia. Por muchos ejemplos que conozca de fracaso de la razón, no dirá nunca que es ella la que fracasó, sino cualquier otro factor, y muy probablemente la debilidad de las armas de que echó mano. La razón está inmunizada contra todo fracaso y eso anima, desde luego, a emprender nuevos intentos más eficaces e implacables.
El terrorista moral piensa que la razón es lo más elevado y que merece, por tanto, las armas más poderosas; cualquier titubeo en la moralización sistemática del mundo será una claudicación moral y él nunca habrá de arrepentirse de ningún exceso. Aunque llegue a ser injusto, nunca igualará en injusticia a los enemigos de la razón, y así el exceso resulta ser el mejor método para traer el reino de la moral a la tierra: si lo que le espera es el triunfo acelerará su advenimiento y, si está destinado al fracaso, servirá al menos de venganza por todas las afrentas que la razón ha padecido y también por las que se le infligirán tras la derrota. En realidad, casi todos los practicantes del terror racionalista están persuadidos de que su reinado es efímero, y el verdadero móvil de su actuación es la venganza anticipada.56 La falta de reconocimiento de sus obras por la razón que putativamente las produjo es un caso particular de un tipo mucho más amplio, a saber, de la realización torcida de las intenciones. El viejo asunto de las consecuencias no intencionadas de la acción suele interpretarse como una anomalía o accidente de la acción humana, y en particular de las acciones que se llaman morales, cuando en realidad se halla en el corazón mismo de la estructura de la acción. Lo raro y necesitado de explicación no es que de pronto las acciones lleven a resultados distintos de lo previsto; lo extraño e infrecuente es más bien la coincidencia. Aunque actuar conforme a este supuesto no es lo más recomendable para el éxito mundano y ni siquiera para el equilibrio psíquico, quizá sí lo sea para el proceder teórico, una actividad que guarda relaciones muy confusas con todas las clases del éxito y quizá también con las del equilibrio.
Recapitulemos un poco. Por un lado, la responsabilidad deuterofisita no puede dejar de ser la incancelable e inerme que se deriva de la secularización de Caín. Si dejase de serlo, dejaría de ser propiamente moral y echaría a perder uno de los rasgos más distintivos de la moral moderna, a saber, su independencia respecto a los hechos y su afincamiento fuera de este mundo, en una naturaleza paralela que por su propia definición es distinta de la naturaleza ordinaria, compuesta exclusivamente de hechos. Cancelar o suspender el juego de dar y pedir razones y declarar caduca la petición de responsabilidades implicaría, según este esquema, capitular ante la naturaleza fáctica, ante unos hechos cuya génesis moral sería siempre incierta y que no gozarían de primacía respecto de episodios mundanos de cualquier otra clase. Pero tampoco puede la responsabilidad deuterofisita ceñirse al esquema de una responsabilidad incancelable, porque eso la convertiría en un episodio meramente extramundano y equivaldría a afirmar que el mundo es ciego y sordo a cualquier señal de la razón. La responsabilidad y la moral no pueden identificarse sin más con trozos particulares de mundo ni pueden tampoco situarse de espaldas a él, una doble prohibición que han conocido y se han esforzado por acatar la mayor parte de los clásicos de la historia de la filosofía. La responsabilidad moral ordinaria se sustenta, sin embargo, en ignorar la oposición de estos dos esquemas, haciendo como si en verdad no se enfrentaran y como si el descubrimiento de su oposición fuera solamente una breve pesadilla.
Cada una de las dos ideas de la responsabilidad cuya vigencia se alterna corresponde, no en vano, a una obligación que la moral deuterofisita debe cumplir, y parece claro que las dos no pueden cumplirse juntas. La moral necesita una responsabilidad resarcible y cancelable porque de lo contrario tendría que despedirse de este mundo y renunciar a toda huella en él.
Sería una moral extramundana que miraría siempre al mundo como algo ajeno, extraño, inmanejable y opaco, y no tardaría en desentenderse de toda acción: de las buenas porque no podría imputárselas con propiedad y de las malas porque tampoco le cabría hacer nada por corregirlas. Si la responsabilidad no tiene fin y si el mal no puede ser resarcido, la moral se reducirá a una contemplación de su propia impotencia y al reconocimiento de la vanidad de toda acción. Pero la moral moderna necesita también esa clase de responsabilidad. Una moral que tuviera por principal misión administrar imputaciones e indemnizaciones y decidir cuándo cancelar las unas y las otras sería en el mejor de los casos un medio adecuado para resolver ciertos conflictos humanos (y en el peor una manera de agravarlos), pero se agotaría en ese papel de arreglo justiciero y se limitaría a ser una agencia de servicios sociales sin otra autoridad que la derivada de sus buenos resultados. Aun contando con que estos gozasen siempre de aceptación y eso sería contar con lo imposible, la moral justiciera quedaría atada a sus efectos mundanos e identificada con ellos, de modo que las únicas negaciones lícitas de la bondad de la máquina de la justicia consistirían en nuevos actos justicieros y la crítica de estos en otros posteriores y así indefinidamente. La moral sería un repertorio de efectos mundanos como el derecho, la agricultura o la industria o, si se quiere, una enorme maquinaria productora de hechos que, en caso de resultar condenables, podrían sustituirse por otros nuevos. Pero la moral moderna nació precisamente como una perspectiva ciega a todo hecho, como el punto de vista según el cual, dado algo valioso, el que haya llegado a contarse entre los hechos no le añade ningún valor y tampoco se lo quita el no haber logrado esa condición. En la moral moderna no importa lo que las cosas o las personas son, sino lo que merecen ser, y para una moral así la coincidencia entre el ser y el merecer será siempre sospechosa. Semejante manera de ver necesita por fuerza una idea de responsabilidad según la cual los resarcimientos y las indemnizaciones se quedarán cortos o serán excesivos, pero raramente harán plena justicia y cuando la hagan será por casualidad.
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55. Lo que significa en la moral el fracaso en los resultados de las acciones es muy semejante por su estructura a lo que representa en el conocimiento el engaño de los sentidos. Pero, mientras que cabe encontrar formas del conocimiento robustamente protegidas contra el error sensorial, no parece que puedan hallarse en la acción humana maneras de proceder que aseguren la lealtad absoluta de los resultados a los propósitos: con independencia de que en los principios de la actuación exista o no algo equiparable a la certeza matemática, en la actuación misma no cabe hallar tal cosa.
56. Cabe en rigor otra manera de proceder a partir del supuesto de la falta de reconocimiento: la conducta de quien, a sabiendas de que las obras de la razón no manifiestan su huella, actúa como si no poseyese ese conocimiento y hasta piensa que es su deber hacerlo. Esta posibilidad no es ni muchísimo menos inverosímil, tanto que probablemente sea la que más se ajusta a la filosofía moral de Kant.
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