Capýtulo 24:
Hubo una vez un rey que dijo a los
sabios de la corte: - Me estoy fabricando un precioso anillo. He
conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar
oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en
momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a
los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un
mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del
anillo.
Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían
haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de
dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de
desesperación total. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no
podían encontrar nada. El rey tenía un anciano sirviente que
también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió
pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si
fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respeto por el
anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo: -No soy
un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje.
Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de
gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de
tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de
agradecimiento, me dio este mensaje -el anciano lo escribió en un
diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey-. Pero no lo leas -le
dijo- mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo
demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la
situación.
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey
perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y
sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran
numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había
salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; caer por
él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el
camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía
seguir hacia delante y no había ningún otro camino. De repente, se
acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un
pequeño mensaje tremendamente valioso. Simplemente decía:
"ESTO TAMBIÉN PASARÁ". Mientras leía "esto
también pasará" sintió que se cernía sobre él un gran
silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en
el bosque, o debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es
que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos.
El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico
desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas. Dobló
el papel, volvió a ponerlo en el anillo, reunió a sus ejércitos y
reconquistó el reino. Y el día que entraba de nuevo victorioso en
la capital hubo una gran celebración con música, bailes... y él se
sentía muy orgulloso de sí mismo. El anciano estaba a su lado en el
carro y le dijo: -Este momento también es adecuado: vuelve a mirar
el mensaje. -¿Qué quieres decir? -preguntó el rey-. Ahora estoy
victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me
encuentro en una situación sin salida. -Escucha -dijo el anciano-:
este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es
para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás
derrotado; también es para cuando te sientes victorioso. No es sólo
para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero.
El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: "Esto también
pasará", y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio,
en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero el
orgullo, la egolatría, había desaparecido. El rey pudo terminar de
comprender el mensaje. Entonces el anciano le dijo: -Recuerda que
todo pasa. Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el
día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza.
Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la
naturaleza misma de las cosas.
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