Mientras veía al anciano alejarse, Pol pensó que la idea que le había transmitido no era mala, pero no estaba seguro de sentirse muy preparado para llevarla a cabo. De cualquier forma, algo tendría que hacer para acabar con aquella situación.
Al llegar a casa, su madre preguntó cómo le había ido el día y Pol, pensando en el anciano, respondió:
—No me ha ido del todo mal.
— ¿No se han metido contigo? —siguió queriendo saber la madre.
—No, hoy no —respondió Pol y se fue a su habitación para no tener que dar más explicaciones.
Por la tarde estaba un poco nervioso, pero decidió ir a clase. Poco antes de llegar al colegio se encontró con uno de los compañeros que solían reírse de él. Su primer impulso fue huir, como siempre hacía últimamente, pero esta vez decidió saludarlo como si no pasara nada. Después de todo, iba solo y a lo mejor no se atrevería a meterse con él. Así que se acercó y simplemente dijo:
—Hola, José.
—Hola, Pol —contestó el otro y siguieron caminando juntos.
Al cabo de un tiempo, Pol se atrevió a preguntar:
— ¿Has estado esta mañana en clase de Sociales?
—Sí —dijo José—. Ha sido un poco rollo. ¿Quieres que te deje los apuntes?
— ¿Me los dejarías? —preguntó tímidamente Pol.
— ¿Por qué no? —Respondió José—. Si entiendes mi letra... —Y, abriendo su mochila, le ofreció una libreta.
Pol no se lo podía creer. —Te lo agradezco mucho. ¿De verdad no te importa dejármelos?
— ¿Por qué me va a importar? Yo siempre se los pido a alguien cuando me salto una clase.
—Gracias —dijo Pol—. Mañana te los devuelvo.
Siguieron un momento en silencio hasta que se cruzaron con un señor que llevaba un bonito perro atado con una correa. José se quedó embobado mirando al animal.
— ¿Te gusta? —preguntó Pol.
—Me encantan los perros. Estoy intentando convencer a mi madre para que me deje tener uno —respondió José.
Pol no sentía ninguna simpatía por los perros, pero enseguida se dio cuenta de que ése podía ser un tema de conversación, así que se mostró muy interesado en averiguar qué raza era la que más gustaba a su compañero.
Cuando llegaron al colegio, Pol sentía una sensación extraña. Recordaba la conversación con el anciano del parque y sus palabras le venían a la cabeza una y otra vez: «Si te aíslas, se meterán contigo con más facilidad».
Cuando sonó la campana que anunciaba el final de la clase, José se dirigió a él y le dijo:
—Acuérdate de devolverme los apuntes mañana.
—No te preocupes —respondió Pol—. Me acordaré.
En aquel momento, Santi se les acercó y al ver que Pol y José hablaban, se dirigió a este último:
— ¿Qué dice Poleo?
José lo miró muy serio y respondió:
—Le he dejado los apuntes de esta mañana.
— ¿Qué? ¿Qué le has dejado los apuntes a Poleomenta?
— ¿Qué pasa? —Dijo José—. ¿No se los puedo dejar?
—Sí, claro —respondió Santi—. Sólo que me ha sorprendido.
Y se fue pensando qué podría haber ocurrido para que José, a quien admiraba, dirigiera la palabra a Pol, que era el blanco de todas las burlas.
Pol, que había escuchado la corta conversación entre los dos compañeros, se acercó a José y simplemente le dijo:
—Gracias.
—De nada —repuso José, que empezaba a sentir cierta simpatía por Pol. Si lo había elegido a él para pedirle los apuntes debía de ser porque lo consideraba mejor persona que a los otros, y esto le hacía sentirse bien. Además, no era mal chico y estaba ya un poco harto de las burlas tontas de sus compañeros, que, la mayoría de veces, no le hacían ninguna gracia.
Aquella tarde fue muy especial para Pol. Por fin alguien había plantado cara a aquellos pequeños matones. Si se hubiera dejado llevar por su primer impulso, habría abrazado a José con fuerza para mostrarle su agradecimiento. Por primera vez en mucho tiempo llegó a casa contento y con ganas de hablar. Su madre, que últimamente solía recibirlo con cara de pena, se extrañó al verlo de buen humor, pero Pol no podía explicarle lo que había ocurrido, pues eso habría supuesto decirle que aquella mañana no había asistido a la última clase. Así que se preparó un estupendo bocadillo y se fue a hacer los deberes.
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