Era lunes por la mañana y Pol iba camino del colegio. Había pedido a su padre que lo acompañara en coche, con la excusa de que llegaba tarde, pero la realidad era que temía encontrarse con algún compañero de clase y tener que aguantar sus burlas y bromas pesadas ya por la mañana.
Todo había empezado de una manera bastante tonta: uno de los chicos que hasta entonces había sido su amigo había empezado a llamarlo «Poleomenta» y él se había enfadado muchísimo, lo que había provocado que cada vez más compañeros lo llamaran así. Pol había ido aislándose al punto de que a la hora del recreo prefería quedarse en cualquier rincón leyendo. Sus notas eran excelentes, ya que tenía mucho tiempo para dedicarlo a los estudios, pero esto no ayudaba precisamente a mejorar la situación, más bien al contrario, pues pasó a ser «el empollón», con el diminutivo de «Poll».
A finales del primer trimestre escolar, Pol se sentía completamente solo. Sus padres habían ido a hablar con los profesores y éstos habían intentado por todos los medios que los otros chicos dejaran de meterse con él: hablando con ellos, haciéndoles razonar, más adelante aplicando amenazas, castigos, etcétera. Pero, por desgracia, cuanto más habían intervenido en la situación, más se había complicado, ya que en lugar de molestarlo abiertamente como habían hecho al principio empezaron a hacerlo a escondidas y fuera del colegio, en lugares en los que Pol se sentía todavía más desprotegido.
Cuando había empezado a recibir mensajes amenazadores en el móvil, sus padres habían decidido poner una denuncia en la comisaría.
Pol estaba hundido. No tenía conciencia de haber hecho nada para que se metieran con él de esa manera. Su padre decía que le tenían envidia, pero a él no le parecía nada envidiable su situación. Se sentía impotente, incomprendido, solo. Quería «desaparecer» para no seguir soportando esa tortura.
Cuando sus padres se habían enterado de su estado de ánimo, se habían asustado mucho y habían decidido someterlo a una consulta médica, lo cual no había contribuido precisamente a tranquilizar a Pol, ya que a partir de aquel momento se sentía, además, «enfermo».
Sus padres pensaron incluso en cambiarlo de colegio, pero eso para él habría significado admitir: «Me habéis vencido». Además, habían elegido aquella escuela porque la consideraban la más adecuada para Pol y no les parecía buena idea tener que cambiarlo por las amenazas de cuatro «bravucones».
Aquel lunes, o bien Pol se sentía especialmente triste o bien sus compañeros estaban en particular crueles. Por eso no se veía capaz de esperar al final de las clases, así que exageró un poco el dolor de cabeza que sentía y pidió permiso para salir antes.
Una vez en la calle se dio cuenta de que no había sido buena idea, pues tendría que aguantar la cara de sufrimiento de sus padres y el alud de las recomendaciones con que sin duda le inundarían para ayudarlo a afrontar la situación.
«Tú, lo que tienes que hacer es...» Odiaba estas frases.
Llegó al parque que se extendía entre su casa y el colegio, y decidió sentarse en un banco a esperar que fuera la hora en que volvía a casa habitualmente. Así no tendría que dar explicaciones a sus padres.
No llevaba mucho tiempo allí cuando se le acercó un viejecito que caminaba con dificultad apoyándose en un bastón. Al llegar junto a Pol preguntó si no le importaba que se sentara un rato con él, pues estaba muy cansado.
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