Los componentes del poder político. El poder político
está hecho de tres componentes: la fuerza, la influencia y la
autoridad. Son componentes que reciben nombres diversos según
autores y escuelas, pero que están presentes de un modo u otro en
todas las concepciones del poder.
- Hablamos de fuerza o de coacción cuando existe capacidad para
negar o limitar a otros el acceso a determinados bienes u
oportunidades: la vida, la integridad física, la libertad, el
patrimonio, el trabajo. Así ocurre con las instituciones políticas
cuando encarcelan, embargan o multan a algún ciudadano. O amenazan
con hacerlo.
- Hablamos de influencia cuando el poder político se basa en la
capacidad para persuadir a otros de que conviene adoptar o
abandonar determinadas conductas. Esta aptitud para la persuasión
depende del manejo y difusión de datos y argumentos, con los que se
persigue modificar o reforzar las opiniones y las actitudes de los
demás. Pero también se manifiesta en la aptitud para despertar
emociones respecto con las expectativas positivas y negativas de
los individuos y de los grupos. Con la influencia se intenta
convencer y, con ello, movilizar el apoyo del mayor número de
ciudadanos para sostener o para resistir a determinadas propuestas.
¿Qué instrumentos sirven a la influencia? Pueden condensarse en
dos: propaganda y organización.
- Finalmente, el poder político también se manifiesta como
autoridad -entendida como la autoritas de los
clásicos- cuando las indicaciones de un sujeto individual o
colectivo son atendidas por los demás, porque cuenta con un crédito
o una solvencia que se le reconoce de antemano.
Esta reputación inicial no sólo hace innecesaria la aplicación
directa de la fuerza. También permite prescindir de argumentos
racionales o del estímulo de las emociones, que están en la base de
la influencia.
La otra cara del poder: la legitimidad. Quien ejerce poder
impone ciertos límites a la voluntad de otros actores: así ocurre
cuando el parlamento aprueba determinados tributos que los
ciudadanos deberían asumir, cuando la mayoría de un partido elabora
un programa del que la mayoría discrepa o cuando la voluntad
popular da la victoria electoral a unos candidatos y rechaza a
otros.
Cualquier actor -ciudadano, institución pública, partido,
líder, medio de comunicación, sindicato- que interviene en un
conflicto aspira a que su intervención no tenga que descansar
exclusivamente en su capacidad de forzar la voluntad de los demás:
aspira a que éstos admitan sus propuestas sin necesidad de acudir a
la coacción. Esta capacidad para conseguir que sean aceptados los
límites que el poder impone suele conocerse como legitimidad.
¿De dónde extrae el poder los resortes que hacen aceptables sus
propuestas y sus decisiones? ¿Dónde adquiere su legitimidad? Se
admite que sus decisiones serán percibidas como legítimas en tanto
en cuanto se ajusten a los valores y a las creencias que dominan en
una sociedad. Si concuerda con lo que aquella sociedad considera
conveniente o digno de aprecio, una decisión o una propuesta
adquieren mayor legitimidad y cuentan con más probabilidades de ser
aceptados. En cambio, cuanto más lejos están de las ideas y valores
dominantes, sólo la aplicación de una mayor dosis de coacción podrá
hacerlas efectivas.
La noción de legitimidad, por tanto, vincula el poder con el
mundo de las ideas y de los valores. Es en este mundo donde se
encuentran las raíces de la legitimidad de un sistema político
determinado y de cada una de las demandas y propuestas que se
propugnan los diferentes actores. Esta relación no será siempre la
misma y vaciará según épocas y sociedades.
El concepto de legitimidad es más amplio que el de la
legalidad. Mientras que la legalidad comporta la adecuación de una
decisión o de una propuesta a la ley vigente, la legitimidad nos
señala el ajuste de esta misma decisión a un sistema de valores
sociales, que van más allá de la propia ley escrita, incluida la
constitución.
Cuando la ley refleja adecuadamente el predominio del sistema
dominante de valores sociales tiende a darse una coincidencia entre
legalidad y legitimidad. Pero si la ley no se acomoda a la
evolución de estos valores sociales, una decisión o una propuesta
legal pueden ser percibidas como no legítimas. O incluso como
manifiestamente injustas. En tal caso, se producen conflictos entre
lo que la ley exige y la convicción social sobre lo que es
aceptable.
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